Juanca Romero © Julio 2023

Quizá sea uno de los grandes miedos del ser humano, despertar en el interior de un ataúd, bajo tierra o en el interior de un nicho, cubierto por la oscuridad más absoluta y sintiendo como el aire se puede cortar en porciones cada vez más y más pequeñas. La estrechez del habitáculo impidiendo mover apenas los brazos sobre el extendido cuerpo. ¡Oiga!, ¿me escucha alguien? ¡Socorro!

Al contrario de lo que pueda parecer, ser enterrado con vida ha sido a lo largo de la historia un hecho relativamente frecuente; en unos casos por una cuestión meramente cultural, en otros por errores en el diagnóstico clínico y tristemente en muchas ocasiones relacionados con hechos delictivos. Permítame que le cuente una breve historia real que narraban hace muchos años en el ámbito de una familia –no es la mía-. Fallece el menor de los hermanos siendo aún muy joven. Como era normal en aquellos tiempos, se preparó todo para velar al muerto en su propia casa, de tal modo que se acondicionó el salón con tal fin, y se colocó el féretro abierto sobre la mesa del comedor mientras el reguero de vecinos peregrinaba desde la puerta de la calle hasta la sala, y tras expresar lo buena persona que era aquel muchacho, continuaban con su ruta por la casa pasando por la cocina para “chascar” y tomar café al compás del pésame a los familiares allí congregados. Contaban que en un instante en el que junto al féretro estaba la madre, la hermana y dos cuñadas del fallecido, éste abre de repente los ojos y quedando sentado en el interior de la caja de pino, mira a su alrededor y pregunta: ¿qué pasa aquí? No es difícil imaginar el enorme susto -casi mortal si se permite la jocosidad- de todos los presentes en aquella casa.

Pues bien, al margen de lo sorprendente de esta historia real, hechos de este tipo se han repetido con cierta frecuencia, especialmente en la primera mitad del siglo XX, y por supuesto, de ahí para atrás en el tiempo, siendo catalogado el fenómeno de diferente forma en función de la etapa cronológica o del espacio social y cultural. Muchas son las claves que podemos aportar, pero destacamos la catalepsia, estado biológico en el cual la persona permanece inmóvil y sin signos vitales aparentes, dando por tanto el aspecto de haber fallecido. La persona puede permanecer en este estado desde unos pocos minutos, hasta incluso horas. Así pues, parece normal que en tiempos pretéritos se haya podido confundir a un cataléptico con un cuerpo cadáver.

¿Se ha podido enterrar personas con esta enfermedad creyéndolas muertas? La respuesta rotundamente es un sí. Se han encontrado muchos féretros con grandes arañazos, incluso marcas de puñetazos en su parte interior una vez que son abiertos para la exhumación de los restos. Por añadir algunos apuntes históricos, habría que saber, que desde la antigüedad clásica se conocen casos de personas enterradas sin que se haya certificado su muerte de forma correcta.

Hay textos que señalan que el cónsul Acilio Aviola y también el pretor Lucio Lamia, recuperaron la consciencia instantes antes de ser incinerados mientras yacían recostados cada uno en sus correspondientes piras funerarias. Plutarco -historiador, biógrafo y ensayista de la antigua Grecia-, escribió sobre un hombre que se cayó ladera abajo y estuvo totalmente inmóvil durante tres días, volviendo “a la vida” cuando sus amigos lo trasladaban en procesión funeraria. Eran tiempo en los que si no se detectaban los latidos del corazón, se daba a la persona por muerta. Gracias a Dios, o si me lo permite, gracias a la Ciencia, hoy en día ésta puede considerarse una fase superada y se conoce que hay casos de epilepsia, hipotermia, catalepsia –como ya hemos apuntado-, drogas, traumatismos craneales, etc., que se pueden manifestar en el umbral de la muerte real.

En otros tiempos se acusó de vampirismo a aquellas personas que volvían en sí, después de haber certificado su muerte. Antiguamente se enterraban a los fallecidos a las pocas horas de su fallecimiento, pero al extenderse las noticias de que podía existir el fallo médico, comenzaron a aparecer en los testamentos peticiones para que los enterramientos se pospusieran dos o tres días para dar tiempo así, a que el cuerpo pudiera volver a la vida si realmente no estaba muerto.

No entraré en los detalles escabrosos y pestilentes de aquellos cuerpos que tras estar tres días en velatorio, continuaban siendo cadáver. Tiempos en los que surgieron en Alemania a finales del siglo XVIII las que se conocían como Casa de Muertos, en cierto modo, la génesis de las morgues actuales. Era tanto el miedo a ser enterrado vivo, que el ingenio comenzó a aflorar en este campo; hilos atados a los dedos del fallecido y sujetando una gran campana para que sonara en caso de que el cuerpo recobrara su actividad. La paranoia llegó a puntos ciertamente alucinantes. Se inventaron los ataúdes de seguridad, provistos de una pequeña ventanilla que dejaba entrar la luz, un respiradero y una tapa que sustituía los clavos por una cerradura. En el interior del féretro se depositaba un juego de llaves de la caja y también de la cripta donde era depositada.

Claro está, este sistema era válido exclusivamente para familias pudientes, a los pobres simplemente se les apilaba o metía en un cajón bajo tierra, sin opción a cerraduras, respiraderos y otros ingenios. Podemos agradecer al inventor del estetoscopio, que permitió que el médico pudiera certificar la ausencia de latidos durante algunos minutos, herramienta ésta que ha llegado hasta nuestros días, y que se da por certera junto a otros parámetros como el cese de la actividad neurológica.

Y por increíble que pueda parecer, en la actualidad más reciente se ha podido recoger casos de “muertos no muertos”. En 1986, un joven se despertó junto a los fríos cuerpos recostados en el interior del depósito de cadáveres de Redhill, en Inglaterra. En 1997, la señora Wellin, natural de Majura, Australia, se incorporó en su féretro mientras los familiares y conocidos la velaban.

El miedo a ser enterrados vivos permanece en la colectividad. La sensación de abrir los ojos y verte encerrado, debe ser la mayor de las agonías, aunque mucho más dura debe ser la idea de que para el resto del mundo tú ya no existes, ¡estás muerto!

EN LA OSCURIDAD DE UN ATAUD
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